PREMISAS GENERALES PARA UNA HISTORIA DE LA LITERATURA POLTICA ESPAÑOLA
(Resumen centrado en los aspectos histórico-políticos del artículo de
Francisco de Tejada y Spínola).
Se ha repetido hasta la saciedad que Europa acaba en los
Pirineos, y ello es cierto con tal que no se suponga, dentro del simplismo del
bachiller de primer grado, que después de Europa comenzaba África; pues lo que
empezaba *en los Pirineos es el Occidente preeuropeo, una zona donde aún alientan vestigios arraigadamente tenaces de la Cristiandad que allí
se refugió después de que fuese suplantada en Francia, Inglaterra o Alemania
por la visión europea, secularizada y moderna de las cosas.
Europa no nace en el círculo
de Carlomagno, que es la restauración del imperio cristiano en la jerarquización orgánica de los pueblos, más tarde presidida
por los emperadores germánicos; Europa nace, al contrario, al conjuro de las
ideas por antonomasia llamadas modernas, en la coyuntura de romperse el orden
cerrado del medievo cristiano. La edad media de Occidente desconocía el
concepto de Europa, porque sólo sabía de
su antecesor: el concepto de Cristiandad.
Ahora veremos, en que matices
difiere el mundo moderno que es Europa del orbe medieval, que los pueblos
cristianos perpetúan.
Dentro de la Cristiandad , la
superioridad del Imperio era reconocida por los príncipes y los reyes; dentro
de cada señorío los hombres se ordenaban también en escalas de gremios,
cofradías y estamentos, en sus calidades
asimismo membradas de clérigos, caballeros y populares.
La “pax cristiana” provenía de
un encadenamiento de sistemas políticos, no de cierto equilibrio más o menos
estable, o sea inestable, de alianzas.
La primera ruptura la opera
Lutero, verdadero padre de Europa. Mientras la Cristiandad medieval
anterior a Lutero era, pese a fisuras, edificio político cimentado sobre la
unidad de la fe, a partir de Lutero tal unidad será imposible. Después de
Lutero, al desaparecer la unidad de fe, muere el organiciesmo espiritual de la Cristiandad , para ser
sustituido por Europa, equilibrio mecanicista entre creencias diferentes que
coexisten.
A la pérdida de la unidad de
las conciencias se añade la paganización de la moral; tal es el maquiavelismo.
Maquiavelo ha sustituido la
ética orgánica de la escolástica que refería las acciones del hombre al juicio
de Dios por otra ética pagana, en la que lo bueno y lo malo resultan del choque
entre voluntades ansiosas de poder.
El mecanicismo de Lutero
produce en las conciencias y el mecanicismo que Maquiavelo traslada a las
conductas, será nuevo mecanicismo en la política cuando Jean Bodín
seculariza al poder en su teoría de la “souveraineté”. Para acabar con las
pugnas entre católicos y protestantes en Francia surge un tercer partido, de
los “apolíticos”, que proclama la neutralización del poder real separándole de
cualquier contenido religioso y, por ende, la posibilidad de obedecer a un
príncipe sin tener en cuenta a Dios.
Degeneró esto en absolutismo,
creciente hasta 1789 cuya máxima expresión sería “Le roi gouverne par
lui-même”, reflejo de aquella otra de
“L¨Etar c¨est moi” que tanta fortuna tuvo. Un
absolutismo que destrozaba la armónica variedad del cuerpo social
cristiano para robustecer al poder del gobernante y supone por otra parte y que
por tanto, supone otra nueva ruptura del orden orgánico medieval, por sustituir
al cuerpo místico de la sociedad cristiana tradicional por un nuevo equilibrio
mecánicamente apoyado sobre el centro todopoderoso de los reyes del despotismo
ilustrado.
Mecanicista es también la
nueva filosofía del derecho de Hugo de Groot y de Thomas Hobbes, nuevo derecho
natural suplantador de aquel derecho natural de la escolástica que se fundaba
en el orden medido de la
Creación.
Con los pensadores del siglo
XVII principia la secularización de la filosofía del derecho natural, para referirlo a equilibrio mecánico de
fuerzas entendidas por Grocio o descritas puntualmente por Hobbes.
Y, finalmente, es asimismo
mecanicista la marcha de las instrucciones políticas europeas, contrarias al
mecanicismo cerrado del “hábeas mysticum” que fue la Cristiandad medieval.
En la política interior, al absolutismo demoledor de las democracias, o el
sistema de frenos y contrapesos mecánicos de Montesquieru; en la política
internacional, desde los tratados de Wesfalia el juego de las relaciones entre
las potencias será un sistema de
equilibrios de alianzas y contraalianzas.
Europa es mecanicismo,
neutralización del poder coexistencia formal de credos, paganización de la
moral, absolutismos, democracias, liberalismos, guerras nacionales o de
familias, concepción abstracta del hombre, Sociedad de Naciones, O.N.U.,
parlamentarismo, consitucionalismo liberal, protestantismos, repúblicas, soberanías
ilimitadas de príncipes o pueblos. La Cristiandad era a su vez organicismo social,
visión cristiana del poder, unidad de fe católica, poderes templados, Cruzadas
misioneras, concepción del hombre como ser completo, cortes representativas de
la realidad social entendida cual cuerpo místico, sistema de libertades
concretas.
Dos civilizaciones y dos
culturas contrarias: EUROPA, la civilización de la revolución; La CRISTIANDAD , la
civilización de la tradición cristiana.
El resultado fue el
agotamiento, hermano gemelo de la derrota, pero no el vencimiento espiritual.
Nosotros tuvimos- ha escrito
Palacio Atard- un programa político con validez para el mundo entero. Nosotros,
los que no somos europeos, los que vivimos aislados detrás de los Pirineos. Y
no sólo lo tuvimos, sino que hicimos más: lo sostuvimos. Queríamos un mundo
cuyas relaciones internacionales estuviesen asentadas, no sobre débiles pactos
surgidos de la convivencia del momento, sino
que las bases del orden internacional se cavaran en la idea de la
“universitas cristiana”.
Contra la marea creciente de la Europa cada día más
robustecida, la monarquía federativa y
misionera de España no quiso ceder ni una pulgada y cuando cedió fue por no
poder resistir más la contienda; de ahí nuestro vertical y rapidísimo
despeñarse en un abismo.
Nuestros abuelos procedieron
como hidalgos pródigos más que derrochaban generosidades heroicas al servicio
de la más enhiesta de las empresas que caben en sueños de caballeros: la
defensa de la fe católica.
Todo fue maravillosamente heroico, y la mayor heroicidad, ésta de
sacrificar conscientemente la historia válida a la SUPRAHISTORIA
ennoblecedora, quemando siempre las naves en repetido holocausto igual al de
Hernán Cortés.
De nuestra prodigalidad se
aprovechó la humanidad y gracias al defecto hidalgo de la generosidad ilimitada
se reza al Dios romano en el corazón de Europa y vienen a su oriente lo pueblos
coloreados que moran remotas lejanías.
La derrota militar a lo largo
de sesenta años, iniciada en Rocroy, se cumple diplomáticamente en los tratados
que inicia el doble pacto de Wesfalia, el comienzo de nuestro “98” , y los varones de las
Españas, castellanizados hasta el quijotismo, repiten tozudos su hostilidad
contra la Europa
vencedora, confiando en que los paladines del Señor han de recibir ayuda,
incluso milagrosa, de lo alto.
Perdida la supremacía en el mundo, arrinconados en el odio y el
desprecio de la Europa
triunfadora, siguen tenazmente agarrados a los principios de su hidalguía,
empeñados en no ser europeos.
ENTRE DIGNIDAD Y PODERÍO,
OPTAN POR LA DIGNIDAD ,
No cabe mayor contradicción entre las mentalidades hispana y europea a lo largo
del siglo XVII.
Miguel de Cervantes puso en
boca de su héroe máximo las máximas de la hidalguía heroica de las Españas castellanizadas:
“¿Por ventura-dice el hidalgo-
es asunto vano o es tiempo malgastado el que se gasta en vagar por el mundo, no
buscando los regalos de él, sino las asperezas por donde los buenos suben al
asiento de la inmortalidad?”
“Si me tuvieran por tonto los
caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por
afrenta irreparable; pero que me tenga por sandio los estudiantes, que nunca entraron ni
pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite; caballero soy, y
caballero he de morir, si le place al Altísimo”.
Los Austrias acabaron sin cejar en su empeño heroico de mantener la Cristiandad
propugnándola a usanzas castellanas.
Mal empeño por demasía de
idealizaciones y despego del suelo que se pisa, pero fue el remedio cuando,
cansados del quijotismo a la heroica, fuimos intentando superarlo con el
socorro de las tres fórmulas que sucesivamente han ido imperando en la Europa vencedora: el
absolutismo del siglo XVIII, el liberalismo del siglo XIX y el totalitarismo
del siglo XX.
El remedio habría sido no caer
en el deslumbramiento delante de la
Francia todopoderosa, sino
aceptar la fórmula del marques de Villena cuando pretendió en 1701 la convocatoria de cortes en Castilla
para algo más que para la escueta formalidad de la jura real.
Restablecer las instituciones
que obscureció la tensión constante de las armas, pues “era razón observarse el
Rey los Fueros de Castilla”.
Pero Felipe V, educado en
Francia, enamorado de las formas que hicieron grande a su país de nacimiento,
no podía consentir el retorno a una tradición que no comprendía y que incluso
era opuesta a la educación que desde niño inculcaran al duque de Anjou. Por
eso, en lugar de restablecer las
libertades castellanas, sacrificadas en Villalar a la misión universalmente
antieuropea que Castilla enarbolara, pero cuyo sacrificio era inútil desde el
punto en que Castilla renunció a sus aventuras generosas, acomodó Felipe V lo excepcional de la Castilla del 1700 a sus prejuicios galos,
y tuvo por mejor acuerdo transformar en absolutismo de sistema lo que fuera
expediente necesario en la pugna bisecular contra Europa.
Y una vez amparada la
extranjera mercancía bajo el pabellón
castellano, consumó el fraude
histórico extranjerizando a los pueblos de la Corona aragonesa so pretexto de castellanizarlos.
1707 es una de las fechas más trágicas de nuestra historia, por el equívoco que
encierra al presentar al afrancesamiento como castellanización.
Y el mismo Felipe V, haciendo caso omiso del consejo del marqués de Villena, quién
postulaba el retorno a la tradición política auténtica de las libertades
castellanas, afrancesará y europeizará a las instituciones de Cataluña, de
Aragón y de Valencia.
Y se hallan sentenciados a
muerte los restos postreros de aquellas libertades catalanas, la expresión más
elevada del buen gobierno de que hay recuerdo en la memoria de los hombres.
Así fenecía, al socaire de castigo a una rebelión, el más
libre de los sistemas políticos nunca conocidos y la más alta cima de perfección
gubernamental de todos los tiempos.
Desde 1700 la lucha de las
Españas contra Europa ha cambiado de campo de batalla. Ya se pelea en el
interior.
Ya no luchamos por imponer el
“ordo christiano” contra el mecanicismo internacional; hacemos guerras dentro
de la órbita de las alianzas y de las contraalianzas. Ni lidiamos movidos por
ideales de fe; peleamos por pactos de familia, para contribuir al bienestar de la Casa de Borbón, agradecidos
al beneficio de habernos afrancesado. Y en el interior, la moda francesa
arrasará nuestros reductos de hispanismo.
Durante el siglo XVIII
contemplamos dos Españas frente a frente: la que quiere volver a sus maneras
tradicionales y la que quiere ser cual Europa es; la popular y la oficial, la
hispana y la europea. Pero al doblar el cabo del 1800 las clases ilustradas se
hallan europeizadas por completo y emprenden la tarea de derruir la España tradicional en cada
uno de los pueblos españoles.
El estallido que hacia 1820
disgrega en veinte pedazos el colosal imperio castellano no fue ruptura entre
pueblos, sino conjunto reniego del pasado.
A ambos lados del Atlántico
aspiran a la europeización, a acabar con la herencia de Castilla para copiar
las maneras seductoras de Europa.
La fragmentación se produjo
porque , al desaparecer los pilares espirituales de la empresa antieuropea, la
unidad de fe y la lealtad del rey, aquella unidad de las Españas carecía de
razón de ser y cada pueblo se dejaba
arrastras por el señuelo telúrico de la estricta geografía.
Mas llegó un día en que esa
fórmula europea fracasó también. En 1789 nos deslumbrarán, caen aplastados por
la inexorable rueda de los tiempos. Europa condena ahora lo que antes
enseñó por modelo incomparable; entre
nosotros el cambio de la veleta europea
casi coincide con el de la invasión napoleónica y con el despertar de una
reacción antirancesa, o sea contra Europa, en las masas populares.
El poco sospechoso testimonio
de Rico y Amat confiesa como la guerra de la Independencia fue
llamada patriótica, anhelo de volver a nuestra tradición peculiar: “la idea
única que agitaban aquellas ardientes imaginaciones, que conmovía aquellas
almas nobles y esforzadas, no gran cosa que la salvación de su fe, de su
monarquía, de su independencia”.
Es decir, el Dios, Patria y
Rey e la tradición que muy pronto enarbolará el carlismo frente al liberalismo.
“Nadie podrá negar que los
liberales de aquella época eran los afrancesados”.
El campo se deslinda en tres
grupos: el absolutista, que Fernando VII impondrá con puño duro hasta 1833; el liberal,
que encubre la europeización bajo el engañoso pretexto de que, más que algo
nuevo, era la restauración de las anheladas tradiciones peculiares; y el tradicionalista, ahogado entre el absolutismo regio y el equívoco liberal.
El nuevo Macanaz que va a
cometer el fraude de amparar bajo el pabellón hispano mercadería política francesa es, para mejor
logro de equívoco, un varón respetable, académico doctísimo e incluso
sacerdote: Francisco Martínez Marina.
Martínez Marina atinaba en
pretender volver a aquellas libertades, para el “consistentes en el
establecimiento de una moral pública y de un derecho de naciones acomodado a la
situación, circunstancias y luces del siglo”.
Más adelante compete a
Federico Suarez Verdaguer el mérito de haber analizado la valía del famoso
Manifiesto, llamado de los Persas, que Bernardo Mozo de Rosales, a la cabeza de
un grupo de sesenta y nueve diputados realistas, presentó a Fernando VII en Valencia y su regreso en 1814. Contra
los dos extremos del constitucionalismo afrancesado y del absolutismo,
igualmente afrancesado, el injustamente denigrado Manifiesto de los Persas es
una llamada al retorno a la tradición, paralela a la que ciento trece años
atrás verificó el marqués de Villena.
Este manifiesto demuestra que
quienes lo escribieron... no eran unos domésticos de la monarquía absoluta
según venía rigiendo en España, sino que a través de la confusión
imperante, pensaban en el retorno a las
patrias tradicionales.
Voces aisladas gritarán el
dolor de esa ocasión perdida: Juan Donoso Cortés, Forner y García de Huerta;
Ortí y Lara; Menéndez y Pelayo... Pero el mal inicial está ya hecho, y las Españas irán andando de tumbo en tumbo, acurrucadas a
ambas riberas del Atlántico, los calvarios de las gentes que truncaron la continuidad
de su existir histórico.
Nuestra España se encontró
ante un dilema puesto que al fracasar en 1936 la fórmula de la europeización
liberal que un necio confucionismo hiciera triunfar un siglo antes, abríose
otra vez el dilema: retornar a las tradiciones o copiar las nuevas fórmulas de moda en la Europa extraña: el totalitarismo en sus dos
maneras, nacionalista e intercionalismo fascista o del totalitarismo
bolchevique.
Y es que la presente historia, en la conclusión a que me ha sido dado llegar, puede
encerrarse en la trágica confesión unamuniana: “Vuelvo a mí mismo, después de
haber peregrinado por diversos campos de
la moderna cultura europea, y me pregunto a solas con mi conciencia: ¿Soy
europeo? ¿Soy moderno?,. Y mi conciencia me responde: “No, no eres europeo, eso
que se llama ser europeo; no, eso que se llama ser moderno”.
En ocasiones puse la pluma en
el papel sintiendo en mis venas la rabia de la fiera acorralada en el cubil; ya
que otra cosa mejor no quepa.
“Levantaré mi voz consoladora
sobre las ruinas en que España llora”.
Para terminar, nos encontramos
con una situación en la que de nuevo los Borbones están en el trono (aunque una
corona sin cetro).
Como dijo Donoso Cortés: “El
destino de la Casa
de los Borbones es fomentar las revoluciones y morir en sus manos”.
* y hay que decir empezaba, en pasado, puesto que desgraciadamente España ya no guarda rescoldo de una visión o acción cristiana. Ahora si somos verdaderamente Europa, aunque para conseguirlo hayamos dado la espalda a nuestras raíces y roto con nuestra idiosincrasia.
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