sábado, 21 de abril de 2012

Premisas generales para una historia de la literatura política de España.



PREMISAS GENERALES PARA UNA HISTORIA DE LA LITERATURA POLTICA  ESPAÑOLA

(Resumen centrado en los aspectos histórico-políticos del artículo de Francisco de Tejada y Spínola).


                                                                      

           
            Se ha repetido hasta la saciedad que Europa acaba en los Pirineos, y ello es cierto con tal que no se suponga, dentro del simplismo del bachiller de primer grado, que después de Europa comenzaba África; pues lo que empezaba *en los Pirineos es el Occidente preeuropeo, una zona donde aún  alientan vestigios arraigadamente tenaces de la Cristiandad que allí se refugió después de que fuese suplantada en Francia, Inglaterra o Alemania por la visión europea, secularizada y moderna de las cosas.
Europa no nace en el círculo de Carlomagno, que es la restauración del imperio cristiano en la jerarquización  orgánica de los pueblos, más tarde presidida por los emperadores germánicos; Europa nace, al contrario, al conjuro de las ideas por antonomasia llamadas modernas, en la coyuntura de romperse el orden cerrado del medievo cristiano. La edad media de Occidente desconocía el concepto de Europa, porque sólo sabía  de su antecesor: el concepto de Cristiandad.

Ahora veremos, en que matices difiere el mundo moderno que es Europa del orbe medieval, que los pueblos cristianos perpetúan.
La Cristiandad concibió el mundo como agrupación jerárquica de pueblos, entrelazados según principios orgánicos, subordinados a los astros de San Bernardo de Claraval, al sol del papado y a la luna del imperio.
Dentro de la Cristiandad, la superioridad del Imperio era reconocida por los príncipes y los reyes; dentro de cada señorío los hombres se ordenaban también en escalas de gremios, cofradías  y estamentos, en sus calidades asimismo membradas de clérigos, caballeros y populares.
La “pax cristiana” provenía de un encadenamiento de sistemas políticos, no de cierto equilibrio más o menos estable, o sea inestable, de alianzas.

La Cristiandad muere para nacer Europa cuando ese perfecto organicismo se rompe desde 1517 hasta 1648 en cinco rupturas sucesivas.

La primera ruptura la opera Lutero, verdadero padre de Europa. Mientras la Cristiandad medieval anterior a Lutero era, pese a fisuras, edificio político cimentado sobre la unidad de la fe, a partir de Lutero tal unidad será imposible. Después de Lutero, al desaparecer la unidad de fe, muere el organiciesmo espiritual de la Cristiandad, para ser sustituido por Europa, equilibrio mecanicista entre creencias diferentes que coexisten.
A la pérdida de la unidad de las conciencias se añade la paganización de la moral; tal es el maquiavelismo.
Maquiavelo ha sustituido la ética orgánica de la escolástica que refería las acciones del hombre al juicio de Dios por otra ética pagana, en la que lo bueno y lo malo resultan del choque entre voluntades ansiosas de poder.
El mecanicismo de Lutero produce en las conciencias y el mecanicismo que Maquiavelo traslada a las conductas, será nuevo mecanicismo en la política cuando Jean Bodín seculariza  al poder en su teoría  de la “souveraineté”. Para acabar con las pugnas entre católicos y protestantes en Francia surge un tercer partido, de los “apolíticos”, que proclama la neutralización del poder real separándole de cualquier contenido religioso y, por ende, la posibilidad de obedecer a un príncipe sin tener en cuenta a Dios.
Degeneró esto en absolutismo, creciente hasta 1789 cuya máxima expresión sería “Le roi gouverne par lui-même”, reflejo  de aquella otra de “L¨Etar c¨est moi” que tanta fortuna tuvo. Un  absolutismo que destrozaba la armónica variedad del cuerpo social cristiano para robustecer al poder del gobernante y supone por otra parte y que por tanto, supone otra nueva ruptura del orden orgánico medieval, por sustituir al cuerpo místico de la sociedad cristiana tradicional por un nuevo equilibrio mecánicamente apoyado sobre el centro todopoderoso de los reyes del despotismo ilustrado.
Mecanicista es también la nueva filosofía del derecho de Hugo de Groot y de Thomas Hobbes, nuevo derecho natural suplantador de aquel derecho natural de la escolástica que se fundaba en el orden medido de la Creación.
Con los pensadores del siglo XVII principia la secularización de la filosofía del derecho natural,  para referirlo a equilibrio mecánico de fuerzas entendidas por Grocio o descritas puntualmente por Hobbes.
Y, finalmente, es asimismo mecanicista la marcha de las instrucciones políticas europeas, contrarias al mecanicismo cerrado del “hábeas mysticum” que fue la Cristiandad medieval. En la política interior, al absolutismo demoledor de las democracias, o el sistema de frenos y contrapesos mecánicos de Montesquieru; en la política internacional, desde los tratados de Wesfalia el juego de las relaciones entre las potencias será  un sistema de equilibrios de alianzas y contraalianzas.

Europa es mecanicismo, neutralización del poder coexistencia formal de credos, paganización de la moral, absolutismos, democracias, liberalismos, guerras nacionales o de familias, concepción abstracta del hombre, Sociedad de Naciones, O.N.U., parlamentarismo, consitucionalismo liberal, protestantismos, repúblicas, soberanías ilimitadas de príncipes o pueblos. La Cristiandad era a su vez organicismo social, visión cristiana del poder, unidad de fe católica, poderes templados, Cruzadas misioneras, concepción del hombre como ser completo, cortes representativas de la realidad social entendida cual cuerpo místico, sistema de libertades concretas.

Dos civilizaciones y dos culturas contrarias: EUROPA, la civilización de la revolución; La CRISTIANDAD, la civilización de la tradición cristiana.

El resultado fue el agotamiento, hermano gemelo de la derrota, pero no el vencimiento espiritual.
Nosotros tuvimos- ha escrito Palacio Atard- un programa político con validez para el mundo entero. Nosotros, los que no somos europeos, los que vivimos aislados detrás de los Pirineos. Y no sólo lo tuvimos, sino que hicimos más: lo sostuvimos. Queríamos un mundo cuyas relaciones internacionales estuviesen asentadas, no sobre débiles pactos surgidos de la convivencia del momento, sino  que las bases del orden internacional se cavaran en la idea de la “universitas cristiana”.
Contra la marea creciente de la Europa cada día más robustecida, la monarquía  federativa y misionera de España no quiso ceder ni una pulgada y cuando cedió  fue por no  poder resistir más la contienda; de ahí nuestro vertical y rapidísimo despeñarse en un abismo.
Nuestros abuelos procedieron como hidalgos pródigos más que derrochaban generosidades heroicas al servicio de la más enhiesta de las empresas que caben en sueños de caballeros: la defensa de la fe católica.


                                                                        

Todo fue maravillosamente  heroico, y la mayor heroicidad, ésta de sacrificar conscientemente la historia válida a la SUPRAHISTORIA ennoblecedora, quemando siempre las naves en repetido holocausto igual al de Hernán Cortés.
De nuestra prodigalidad se aprovechó la humanidad y gracias al defecto hidalgo de la generosidad ilimitada se reza al Dios romano en el corazón de Europa y vienen a su oriente lo pueblos coloreados que moran remotas lejanías.
La derrota militar a lo largo de sesenta años, iniciada en Rocroy, se cumple diplomáticamente en los tratados que inicia el doble pacto de Wesfalia, el comienzo de nuestro “98”, y los varones de las Españas, castellanizados hasta el quijotismo, repiten tozudos su hostilidad contra la Europa vencedora, confiando en que los paladines del Señor han de recibir ayuda, incluso milagrosa, de lo alto.
Perdida la supremacía  en el mundo, arrinconados en el odio y el desprecio de la Europa triunfadora, siguen tenazmente agarrados a los principios de su hidalguía, empeñados en no ser europeos.

ENTRE DIGNIDAD Y PODERÍO, OPTAN POR LA DIGNIDAD, No cabe mayor contradicción entre las mentalidades hispana y europea a lo largo del siglo XVII.             

Miguel de Cervantes puso en boca de su héroe máximo las máximas de la hidalguía heroica  de las Españas castellanizadas:
“¿Por ventura-dice el hidalgo- es asunto vano o es tiempo malgastado el que se gasta en vagar por el mundo, no buscando los regalos de él, sino las asperezas por donde los buenos suben al asiento de la inmortalidad?”  
“Si me tuvieran por tonto los caballeros, los magníficos, los generosos, los altamente nacidos, tuviéralo por afrenta irreparable; pero que me tenga por sandio  los estudiantes, que nunca entraron ni pisaron las sendas de la caballería, no se me da un ardite; caballero soy, y caballero he de morir, si le place al Altísimo”.




                                                                         

Los Austrias acabaron  sin cejar en su empeño heroico de mantener la Cristiandad propugnándola a usanzas castellanas.
Mal empeño por demasía de idealizaciones y despego del suelo que se pisa, pero fue el remedio cuando, cansados del quijotismo a la heroica, fuimos intentando superarlo con el socorro de las tres fórmulas que sucesivamente han ido  imperando en la Europa vencedora: el absolutismo del siglo XVIII, el liberalismo del siglo XIX y el totalitarismo del siglo XX.

El remedio habría sido no caer en el deslumbramiento delante de la Francia todopoderosa, sino  aceptar la fórmula del marques de Villena cuando pretendió en  1701 la convocatoria de cortes en Castilla para algo más que para la escueta formalidad de la jura real.
Restablecer las instituciones que obscureció la tensión constante de las armas, pues “era razón observarse el Rey los Fueros de Castilla”.
Pero Felipe V, educado en Francia, enamorado de las formas que hicieron grande a su país de nacimiento, no podía consentir el retorno a una tradición que no comprendía y que incluso era opuesta a la educación que desde niño inculcaran al duque de Anjou. Por eso, en lugar de restablecer  las libertades castellanas, sacrificadas en Villalar a la misión universalmente antieuropea que Castilla enarbolara, pero cuyo sacrificio era inútil desde el punto en que Castilla renunció a sus aventuras generosas, acomodó Felipe V  lo excepcional de la Castilla del 1700 a sus prejuicios galos, y tuvo por mejor acuerdo transformar en absolutismo de sistema lo que fuera expediente necesario en la pugna bisecular contra Europa.
Y una vez amparada la extranjera mercancía bajo el pabellón  castellano,  consumó el fraude histórico extranjerizando a los pueblos de la Corona aragonesa so pretexto de castellanizarlos. 1707 es una de las fechas más trágicas de nuestra historia, por el equívoco que encierra al presentar al afrancesamiento como castellanización.
Y el mismo Felipe V,  haciendo caso omiso  del consejo del marqués de Villena, quién postulaba el retorno a la tradición política auténtica de las libertades castellanas, afrancesará y europeizará a las instituciones de Cataluña, de Aragón y de Valencia.
Y se hallan sentenciados a muerte los restos postreros de aquellas libertades catalanas, la expresión más elevada del buen gobierno de que hay recuerdo en la memoria de los hombres.
Así fenecía,  al socaire de castigo a una rebelión, el más libre de los sistemas políticos nunca conocidos y la más alta cima de perfección gubernamental de todos los tiempos.

Desde 1700 la lucha de las Españas contra Europa ha cambiado de campo de batalla. Ya se pelea en el interior.
Ya no luchamos por imponer el “ordo christiano” contra el mecanicismo internacional; hacemos guerras dentro de la órbita de las alianzas y de las contraalianzas. Ni lidiamos movidos por ideales de fe; peleamos por pactos de familia, para contribuir al bienestar de la Casa de Borbón, agradecidos al beneficio de habernos afrancesado. Y en el interior, la moda francesa arrasará nuestros reductos de hispanismo.

Durante el siglo XVIII contemplamos dos Españas frente a frente: la que quiere volver a sus maneras tradicionales y la que quiere ser cual Europa es; la popular y la oficial, la hispana y la europea. Pero al doblar el cabo del 1800 las clases ilustradas se hallan europeizadas por completo y emprenden la tarea de derruir la España tradicional en cada uno de los pueblos españoles.

El estallido que hacia 1820 disgrega en veinte pedazos el colosal imperio castellano no fue ruptura entre pueblos, sino conjunto reniego del pasado.
A ambos lados del Atlántico aspiran a la europeización, a acabar con la herencia de Castilla para copiar las maneras seductoras de Europa.
La fragmentación se produjo porque , al desaparecer los pilares espirituales de la empresa antieuropea, la unidad de fe y la lealtad del rey, aquella unidad de las Españas carecía de razón  de ser y cada pueblo se dejaba arrastras por el señuelo telúrico de la estricta geografía.
Mas llegó un día en que esa fórmula europea fracasó también. En 1789 nos deslumbrarán, caen aplastados por la inexorable rueda de los tiempos. Europa condena ahora lo que antes enseñó  por modelo incomparable; entre nosotros el cambio  de la veleta europea casi coincide con el de la invasión napoleónica y con el despertar de una reacción antirancesa, o sea contra Europa, en las masas populares.


                                                                                 

El poco sospechoso testimonio de Rico y Amat confiesa como la guerra de la Independencia fue llamada patriótica, anhelo de volver a nuestra tradición peculiar: “la idea única que agitaban aquellas ardientes imaginaciones, que conmovía aquellas almas nobles y esforzadas, no gran cosa que la salvación de su fe, de su monarquía, de su independencia”.
Es decir, el Dios, Patria y Rey e la tradición que muy pronto enarbolará el carlismo frente al liberalismo.
“Nadie podrá negar que los liberales de aquella época eran los afrancesados”.
El campo se deslinda en tres grupos: el absolutista, que Fernando VII impondrá con puño duro hasta 1833; el liberal, que encubre la europeización bajo el engañoso pretexto de que, más que algo nuevo, era la restauración de las anheladas tradiciones peculiares; y el  tradicionalista, ahogado entre el  absolutismo regio y el equívoco liberal.
El nuevo Macanaz que va a cometer el fraude de amparar bajo el pabellón hispano  mercadería política francesa es, para mejor logro de equívoco, un varón respetable, académico doctísimo e incluso sacerdote: Francisco Martínez Marina.
Martínez Marina atinaba en pretender volver a aquellas libertades, para el “consistentes en el establecimiento de una moral pública y de un derecho de naciones acomodado a la situación, circunstancias y luces del siglo”.

Más adelante compete a Federico Suarez Verdaguer el mérito de haber analizado la valía del famoso Manifiesto, llamado de los Persas, que Bernardo Mozo de Rosales, a la cabeza de un grupo de sesenta y nueve diputados realistas, presentó a Fernando  VII en Valencia y su regreso en 1814. Contra los dos extremos del constitucionalismo afrancesado y del absolutismo, igualmente afrancesado, el injustamente denigrado Manifiesto de los Persas es una llamada al retorno a la tradición, paralela a la que ciento trece años atrás verificó el marqués de Villena.
Este manifiesto demuestra que quienes lo escribieron... no eran unos domésticos de la monarquía absoluta según venía rigiendo en España, sino que a través de la confusión imperante,  pensaban en el retorno a las patrias tradicionales.
Voces aisladas gritarán el dolor de esa ocasión perdida: Juan Donoso Cortés, Forner y García de Huerta; Ortí y Lara; Menéndez y Pelayo... Pero el mal inicial está ya  hecho, y las Españas  irán andando de tumbo en tumbo, acurrucadas a ambas riberas del Atlántico, los calvarios de las gentes que truncaron la continuidad de su existir histórico.

Nuestra España se encontró ante un dilema puesto que al fracasar en 1936 la fórmula de la europeización liberal que un necio confucionismo hiciera triunfar un siglo antes, abríose otra vez  el dilema: retornar a las tradiciones  o copiar las nuevas fórmulas de moda  en la Europa extraña: el totalitarismo en sus dos maneras, nacionalista e intercionalismo fascista o del totalitarismo bolchevique.

Y es que la  presente historia, en la conclusión  a que me ha sido dado llegar, puede encerrarse en la trágica confesión unamuniana: “Vuelvo a mí mismo, después de haber peregrinado por diversos campos  de la moderna cultura europea, y me pregunto a solas con mi conciencia: ¿Soy europeo? ¿Soy moderno?,. Y mi conciencia me responde: “No, no eres europeo, eso que se llama ser europeo; no, eso que se llama ser moderno”.

En ocasiones puse la pluma en el papel sintiendo en mis venas la rabia de la fiera acorralada en el cubil; ya que otra cosa mejor no quepa.

            “Levantaré mi voz consoladora
            sobre las ruinas en que España llora”.

Para terminar, nos encontramos con una situación en la que de nuevo los Borbones están en el trono (aunque una corona sin cetro).

Como dijo Donoso Cortés: “El destino de la Casa de los Borbones es fomentar las revoluciones y morir en sus manos”.


                                                                                 




                                                                                          

* y hay que decir empezaba, en pasado, puesto que  desgraciadamente España ya  no guarda rescoldo de una visión o acción cristiana. Ahora si somos verdaderamente Europa, aunque para conseguirlo hayamos dado la espalda a nuestras raíces y roto con nuestra idiosincrasia.

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