viernes, 7 de octubre de 2011

Extracto de "El caballero, la muerte y el diablo". de Jean Cau.

"...Yo creo que cada uno de nosotros posee en sí la suerte de una soledad y la posibilidad de un imperio. Lo sé por una certeza intuitiva y mortal y por una esperanza increíble, depositada en mí cuando fui el primer hombre. Creo en la nulidad de todos y en la realeza de cada uno. En el crepúsculo de  este siglo que contempla el triunfo de las plebes atolondradas, de corazón y cerebro de esponja, yo continúo, entre los inmuebles enanos, creyendo en la zancada del gigante. ¿Qué hará? ¿Qué dirá?, lo contrario. Pero de esto estoy seguro: afirmará y  dispersará a golpes de mangual al rebaño de las negociaciones. Si a la noche y a sus tránsitos para llegar al día. Si al hierro sobre la herida. Si a algunos. En la hora en que escribo esta canción, acompasada por el martilleo sobre nuestra tierra de Occidente de las herraduras del caballo de Durero, la raza de los primeros hombres es dispersada y maldita. Los enanos le gritan que es culpable. Ella se calla. Son demasiado numerosos, los enanos, y el zumbido de sus voces agrias demasiado inmensa para poder hacer oír su voz. ¿Quién la comprendería?. Los enanos han inventado una nueva lengua  de la que el pensamiento enano es el único que describe al mundo a través de las rejas que sobre el se aplica. Literalmente, los enanos y los otros no hablan la misma lengua y es eso de lo que se trata cuando, en los cuentos, se evocan las magias que practican los ladrones de almas.
Pues, he aquí , que desde hace siglos, la buena raza ingenua de Occidente ha abierto sus puertas a la lengua muelle de debilidad, de la enfermedad y del renunciamiento. Sin embargo, siempre han quedado rescoldos de fuego bajo las cenizas y Occidente se ha fortalecido con una contradicción que ha producido el Caballero, el Cruzado, el constructor de catedrales, el conquistador y el colonizador. La palabra dulce, la acción violenta. La cruz y la espada. Al lado del clérigo refunfuñante, el soldado de Cristo. El pagano había crucificado, en suma a uno de los nuestros, y debía, bien pagar duramente el precio de esta muerte, bien enterrar al que habían martirizado. El corazón puro, el alma dura, tal era el soldado cristiano, eterno vengador, rompiendo cuerpos o vendimiando almas. Se produjo, desde entonces, que hizo nuestra fuerza y proyectó nuestro impulso, el del heroísmo y la fe. Y siempre me impresionó la frase de Clodoveo  a quien Remigio, obispo de Reims, se aplicaba dulcemente en convertir. El rudo bárbaro es dócil y escucha la bella historia que le cuenta el obispo. Decididamente, le gusta este Jesús tan amable, nacido del Cielo y de una virgen, y autor de milagros.
El bárbaro se estremece. Remigio prosigue con su historia y cuenta con voz entrecortada el arresto y el martirio del Dios. Llega la crucifixión. Los clavos se hunden en las manos. El rey es coronado de espinas. Entonces Clodoveo no puede contener más. Se levanta llorando, y grita con voz de trueno: “¡ Ah obispo si hubiera estado yo allí con mis francos”, he aquí la frase sublime de Occidente, cristiano y bárbaro a la ve z, bueno y salvaje, sumiso a su Dios pero terrible para defender el trono divino. Su ideal: el cabalero cristiano. Su personificación: Godofredo de Bouillon, en él confluyeron todas las virtudes. Así durante siglos, sobre  la riqueza del viejo fondo bárbaro, sobre esta roca de santa violencia, el cristianismo, religión importada, erigió  sus altares iluminados  y sus templos floridos. Fue la coartada de dulzura  de nuestra fuerza en expansión. Le designó  objetivos, enemigos, tierras, horizontes hacia los cuales,  ardiendo de violencia pagana y ardor místico nos abalanzamos. Y los clérigos, cómplices, bendecían nuestras victorias y cantaban nuestras alabanzas, sobre tierra conquistada, al Dios  de la dulzura y al señor de la cólera. Ese doble reino era lago muy bueno y un excelente equilibrio, la fuerza tenía su mística: la mística se robustecía en su fuerza. Se podía ser atleta y cristiano. Y esculpir rosas de hierro. Y golpear con una cruz la cabeza del infiel.
“¡Ah, obispo si yo hubiera estado allí con mis paracaidistas y mis legionarios” ¡Desgraciado, qué estas diciendo, te estás equivocando de época!. Hoy ya no se trata de golpear, y una fe ya no se impone.
“¡Si obispo, se impone!”. Si me das un Dios, quiero creer en él, y atreverme a pasear su trono por las calles y por los reinos. Quiero mostrarlo a todos y ¡malhaya el que no se descubra a su paso!, yo no puedo creer en Él en el secreto y la vergüenza tímida. Yo exijo su reino. Yo debo –porque es el mío y es el mejor- vendimiar almas para él y conquistar tierras en las que construiré sus altares. O entonces, obispo, dejaré de creer si debo huir y esconderme con Él. Si no soy su soldado, obispo, toma mi espada y mi cinturón  y déjame en paz con tus padrenuestros. Vestido de paisano, iré a inscribirme en un partido; el comunista por ejemplo. O bien leeré libros tan aburridos, del señor Marx y del señor Freud. Según dicen tienen explicaciones para mis comportamientos de bruto. “desgraciado, desgraciado ¿ y el amor?”... Obispo, yo no quiero tu amor que se arrodilla y ofrece la garganta al verdugo. He aprendido demasiado a amar de diferentes maneras...”¡ Ah! ¿cómo, hijo extraviado, has aprendido a amar?”...¿Pero es esto posible?”...Sí; al enemigo le venzo, luego le levanto y le amo”.

Toda civilización se hunde cuando se divorcian su violencia y su fe, su fuerza y su mística. Cuando sus defensores continúan montando la guardia en las torres, pero oyen, en los cabarets de la ciudad, al pueblo que se mofa de ellos, entonces sacan la cantimplora y se emborrachan. ¡y que el enemigo entre! ¿por qué no?, no hay nada peor que dejar de ser digno de ser libre y adoptar el paso del cangrejo y la risa babosa del ilota. No hay peor desgracia que merecer su propia desgracia...)


                                          El caballero, la muerte y el diablo          
                                                             Durero

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