En la
actualidad legitimidad y legalidad son considerados términos similares en tanto
que hacen referencia a la mera presencia
en la legislación de una norma, siempre que esta tenga su origen en el órgano
legislativo conveniente y se halla respetado el origen de la voluntad popular a
la hora de establecerse el órgano legislativo o autoridad encargada de ello,
pues caso contrario esta podría ser considerada ilegítima.
Esta
concepción legal en la que no se establece diferencia entre estos dos términos
(legalidad y legitimidad) es fruto de lo que se ha dado en llamar derecho
nuevo, una consideración de la legalidad que parte de centrar la norma
legal en la voluntad popular y en el
planteamiento del individuo o de la sociedad como único origen y expresión de
lo que debe constituir la legislación que marcan el funcionamiento social,
señalando aquello que se puede considerar aceptable o por el contrario está prohibido y por ello puede ser
objeto de sanción.
La
diferencia con respecto al derecho antiguo, previo a la Revolución Francesa, se
encuentra en que en el derecho antiguo se reconoce la existencia de una norma
absoluta y objetiva superior a la voluntad del sujeto.
Esta norma
objetiva puede recibir la denominación de Ley de Dios, Ley natural, etc. De
este modo las leyes humanas habrían de someterse forzosamente a dichas normas
absolutas, en caso contrario serían legales, en tanto son leyes humanas, pero
no serían legítimas en cuanto no están sometidas a la ley objetiva.
Es decir, el
paso desde el reconocimiento de la existencia de una voluntad superior e
independiente de la voluntad humana a negar tal hecho y considerar tan solo la
voluntad humana como origen de las leyes es el paso que se dio hace tres siglos
y a partir del cual todo es legítimo por
el mero hecho de ser legal.
El
planteamiento sobre el que se basa el derecho nuevo es el de un ateísmo
práctico ya que niega la existencia de una voluntad divina respecto al
comportamiento individual y social, y dado que la voluntad es una cualidad que
forma parte del Dios personal cristiano, negándole tal cualidad se está negando
de hecho su existencia. Al negársele el derecho a imponer a sus criaturas su
voluntad se está endiosando al hombre a la par que se niega a Dios su realidad
divina.
Con todo
esto pretendo poner de manifiesto que negando la existencia de Dios, o entidad
superior si así se prefiere denominar, resulta imposible marcar una serie de
normas que no estén al albur de la cambiante y manipulable voluntad humana, y más cuando ha de expresarse a través de la
voluntad social.
Es decir que
una cosa va unida a la otra, y sin reconocer la existencia de unas normas
superiores independientes de la voluntad humana cualquier moralidad en las
leyes sería subjetiva y cambiable, vendrían
tan sólo determinadas por los derechos humanos y por la voluntad humana,
cambiante y manipulable.
Si no se
acepta el derecho antiguo basado en la
voluntad de un Dios con una
voluntad que marca las leyes no podremos defender nada, lo más aberrante puede constituirse en norma legal.
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